miércoles, 7 de noviembre de 2012

Crónica de un cuchillero de fin de siglo.



En 1898 un hombre se batió mano a mano contra 18 policías en pleno centro porteño. Vivado por una prensa nostálgica de duelos criollos

En vísperas del siglo XX, da comienzo esta historia que se remonta a una ciudad en la que la avenida Nueve de Julio y el Obelisco no eran más que un sueño pasajero y donde uno de cada dos porteños había nacido en el extranjero, sin extrañar que se concentrara junto a otros doscientos en alguno de los conventillos de aquellos barrios céntricos y populosos. A poco de andar, el café Cassoulet –famosa guarida de malandras- servía sus últimas ginebras y el café Diván, de Cangallo 1035, emergía como un nuevo refugio donde se cruzaban los cretinos y los honrados. En una mesa al fondo, ni tan cretino ni tan honrado, paraba Mariano Castilla, un francés de 30 años, corista de teatro devenido en tipógrafo y en desempleado, a quien conocían bajo el apodo de “Treinta y Tres” por lo difícil que le resultaba, con su entonación oui-oui, decir esa palabra.

Castilla tuvo su noche moreiresca de sangre y fuego ahí mismo, en Perón entre Cerrito y Pellegrini (por entonces, Cangallo entre Cerrito y Artes), cuando el 15 de marzo de 1898 se batió mano a mano y filo a filo contra 18  vigilantes (¡!) que acudían a detenerlo luego de una pelea que el Treinta y Tres había mantenido con su propio cuñado, un español llamado Sansebastián. “Ha puesto fuera de combate a seis, á unos ha muerto y á otros ha herido gravemente. En pleno centro de la ciudad hemos tenido anoche una escena que podría considerarse como exagerada en la representación de los ‘dramas criollos’ y que ha sido real, provocando el espanto de un barrio entero”, se leyó en La Nación el 16 de marzo.
Dos días después, el mismo diario ya hablaba de “el nuevo y sensacional Juan Moreira”. Y en sus ediciones siguientes contaba la hazaña y sus derivaciones al tiempo que la noticia cobraba la forma de un intenso folletín, de una épica gauchesca en la Babel moderna de los inmigrantes: “Uno de los agentes le arrojó encima el capote. Esto en vez de turbarlo á Castilla le sirvió de ayuda, pues se echó el capote al brazo y, manejándolo como nuestros gauchos el poncho, paraba con él los golpes de machete, arremetiendo contra los que lo asediaban, apuñaleando á unos y tajeando á otros”.


Sin embargo, cuando el Treinta y Tres fue por fin capturado –su sargento Chirino fue el cabo Félix Ferreyra, que también resultó herido en su brazo izquierdo antes de echarse sobre Castilla- cambió de rostro y pasó de gaucho a delincuente moderno. En efecto, el juez de instrucción Rodríguez Bustamante cayó sobre él con más fuerza de la que habían tenido los jueces de paz para acechar a Juan Moreira. 


Rodríguez Bustamente interrogó largamente a Mansilla y escuchó de su boca varias historias que no pertenecían a la gauchesca, sino al género ya viejo de los príncipes y las brujas: el Treinta y Tres dijo ser el vizconde León de Laferrand, nacido en Burdeos y criado en España (donde había adoptado aquel otro nombre), y dijo haber tomado como sirvientes a Sansebastián, a su mujer y a su madre. “Lo que hay es que la vieja, la suegra de Sansebastián, es completamente bruja, y yo le he visto la brujería, la tiene del tamaño de una nuez sobre el hombro izquierdo; de pronto se le pasa al derecho; pero como es bruja todo venía en contra mía y así me han hecho perder la cabeza”, declaró Castilla/Laferrand.
De alguna manera, parecía haberse olvidado de su papel. Porque Moreira jamás hubiera salido con esos cuentos: era un criollo de palabra. El francés, en cambio, terminó en el hospicio de alienados.

Nota cedida gentilmente por El Identikit

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